Llevamos ya dos años creciendo como país a tasas razonables. Sin duda, los vientos de cola (esto es, el QE y los bajos precios del petróleo) han ayudado, impulsando una economía que ha superado reformas tan duras como necesarias. Sin embargo, los desbarajustes internacionales comienzan a mostrar sus efectos adversos y debemos construir medidas preventivas ante posibles shocks.
A mí, personalmente, me preocupa especialmente la inflación. Aún no he conocido a nadie que me presente como un logro que los precios suban y, sin embargo, el riesgo de entrar en una etapa de inflación descontrolada es cada vez mayor. Tal y como anticipamos en este blog (click aquí para leer), la estanflación podría estar avanzando en Europa y, a pesar de los múltiples desarrollos de los Bancos Centrales en los últimos años, tengo serias dudas de que seamos capaces de frenar su avance.
España está siendo uno de los países más afectados por el cambio de tendencia en los precios. En Enero se esperaba una inflación del 2,5% y el dato adelantado fue del 3%. La energía, especialmente el petróleo, es la principal responsable del repunte, pues la inflación subyacente solamente creció un 1%. Esto, sin embargo, no supone un alivio para nuestro país. Tras 1,3 billones de Euros inyectados en la economía europea, son los países dependientes del petróleo los que sufren el repunte de la inflación, generando mayores desequilibrios intraunión y dudas acerca de la efectividad de la política monetaria adoptada.
Un IPC elevado tiene claras implicaciones sobre la economía española. A pesar de que algunos expertos tachen el desequilibrio de coyuntural, los precios de la energía son un input muy relevante a la hora de determinar los costes de producción de nuestro sistema económico. Unos costes de energía mayores conllevan, inevitablemente, una pérdida de competitividad exterior. La única forma de evitar este efecto es reducir los costes de personal, algo que a día de hoy se antoja contraproducente para nuestra economía puesto que serían los trabajadores quienes sufrirían el ajuste, pues las arcas públicas muestran mensajes y tendencia claramente al alza. Trabajadores que, por otra parte, sufrirán la escalada de costes vía precio de los productos minoristas. Es decir, un repunte acusado de la inflación supone una doble pérdida de poder adquisitivo para el trabajador, en las condiciones socio-fiscales actuales.
Pero el riesgo va más allá. A día de hoy, con una inflación subyacente del 1%, parece lejano pensar que el BCE subirá los tipos de interés de referencia de la zona Euro. Sin embargo, la normalización de los mercados a nivel mundial no es opcional, y ya hay Bancos Centrales (como la FED) que, aunque tímidamente, comienzan a luchar por ella. Un aumento de tipos de interés (probablemente en el último trimestre del año) implica, ineludiblemente, un incremento del coste de la deuda, tanto para los agentes económicos privados como para las arcas públicas. En los últimos años, se ha producido un trasvase de deuda del sector privado al sector público, lo cual añade presión financiera a nuestras arcas públicas. A la pérdida adicional de competitividad de nuestras empresas habrá que añadirle, en el medio plazo, la incapacidad del presupuesto gubernamental para hacer frente a las necesidades económico-sociales que hemos creado como Estado socialdemócrata.
Aunque a algunos les cueste verlo, continuaremos gastando más mientras el efecto redistributivo estatal se irá diluyendo. Mientras, las empresas del IBEX-35 no logran afianzar la tendencia positiva (en el primer semestre del 2016 su beneficio neto disminuyó un 11,9%, mientras que los ingresos de las empresas no financieras también cayeron un 6,5% interanual), con su consiguiente impacto sobre las valoraciones, incluso a pesar del incremento del 35% en dividendos, muchos de ellos con cargo a deuda. Es previsible, por lo tanto, el afianzamiento de una tendencia a subir precios ante la inelasticidad de muchos de sus productos y servicios (pensemos en la electricidad o en los combustibles, por ejemplo). De esta forma, se genera una espiral un tanto peligrosa que desatará menor crecimiento económico y del empleo, algo que ya han anticipado los organismos internacionales y el propio Gobierno en sus estimaciones anuales.
Si a una situación interna particular le sumamos las dinámicas proteccionistas que surgen en Estados Unidos (quinto país receptor de nuestras exportaciones y primero fuera de la UE) y en Reino Unido (tercer país receptor), así como un sector turístico con más oferta segura (países como Egipto o Túnez hace mucho que no sufren un atentado terrorista), podríamos estar a las puertas de una economía donde los agentes privados internos pierden progresivamente capacidad adquisitiva mientras la demanda externa no es capaz de sostener el crecimiento económico. Y todo ello en un contexto en el que el Gobierno cada vez tiene mayor margen de maniobra vía presupuestos públicos, pues la deuda ya ha superado la barrera psicológica del 100% del PIB.
Pensar que la inflación va a solucionar nuestro problema de deuda es hacernos trampas al solitario. En este artículo lo explica magistralmente Daniel Lacalle. Los tejados es aconsejable reformarlos en el buen tiempo, y España tiene una serie de retos que no se van a superar con unas buenas cifras macroeconómicas. La revisión del sistema impositivo aplicado a las rentas del trabajo se hace ineludible como condición necesaria (aunque no suficiente) para recuperar la competitividad de nuestra economía y, por consiguiente, aumentar los salarios sin crear desequilibrios. No en vano, ostentamos el dudoso logro de permanecer, año tras año, en el Top 10 en términos de Brecha (Wedge, por su traducción del inglés, entendida como diferencia entre coste laboral y salario neto) de los países de la OCDE. También, debemos avanzar en la liberalización de los mercados energéticos, generando incentivos para hacer rentables las energías renovables y reduciendo nuestra dependencia del exterior. Y todo ello en un contexto en el que el déficit pase a ser prioritario como herramienta de transformación económica hacia un país que mira al futuro, con un sector público capaz de garantizar unos estándares de vida razonables a toda la población sin entorpecer al sector privado, que es el verdadero generador de empleo y prosperidad.