Se denomina generación Y, o más comúnmente conocidos como millenials, a las personas nacida en las dos últimas décadas del siglo XX. Es decir, jóvenes que hoy en día tenemos entre 16 y 36 años. Hemos tenido la suerte de nacer y crecer en un Estado de Bienestar, en el que España pretendía converger hacia los Estados Unidos más prósperos de las primeras décadas del siglo XX. Sin embargo, llegó la crisis financiera mundial y todo se acabó.
Los que me conocen saben que el victimismo no entra dentro de mi modus operandi. Creo en el trabajo y en el sentido común como únicas herramientas para progresar en esta vida, tanto profesional como personalmente hablando. Sin embargo, sí que tengo que asumir que el legado que nos ha dejado la generación del baby boom no puede ser más desolador. Tanto internamente, en España, como a nivel internacional. Sería necio esconder la realidad, y esta es que estamos en un momento en el que la mayoría de modelos (productivo, económico, social, etc.) están totalmente agotados, y la sociedad se ha acostumbrado a vivir en una zona de confort en la que papá Estado contaba con herramientas y recursos aparentemente ilimitados, capaces de afrontar las vacas flacas del ciclo económico y de impulsar a todos los agentes cuando los vientos venían de cara.
La realidad es que muchos de nosotros hemos hecho lo que nos han pedido (estudiar, básicamente) y ahora nos encontramos con una legión de universitarios, fruto del café para todos que no encuentran su hueco profesional y, lo que es más importante, pierden la esperanza de hacerlo. Además de una mano de obra depreciada, nos enfrentamos con una diferencia abismal entre las expectativas creadas por la sociedad y una realidad que recrudece día tras día, conforme hay gente que se va apartando cada vez más de un mercado laboral en claro declive.
Además, para los que contamos con un empleo y pretendemos ahorrar e iniciar proyectos, además de encontrarnos con el resultado de un crecimiento muy limitado de la productividad durante los últimos años (esto es, una bajada de salarios), los proyectos de inversión se vuelven, sencillamente, imposibles. A modo de ejemplo, podríamos hablar de una cartera de inversión diversificada tanto geográfica (con inversiones en Asia, América, etc.) como sectorialmente; ¿qué rendimientos ha obtenido en los últimos meses? Recordemos las caídas históricas del Íbex, de las bolsas asiáticas, el pinchazo de las principales materias primas, la ausencia de crecimiento en países en vías de desarrollo… en definitiva, unas pérdidas acumuladas que difícilmente serán capaces de hedgear en los próximos años, salvo que sean expertos en algo y la suerte les sonría en sus inversiones. También podríamos poner como ejemplo al inversor menos averso al riesgo, que se fija en el ladrillo como destino de sus ahorros dado el entorno coyuntural actual; ¿qué tenemos? Un sector en el que el breakeven (momento en el que el beneficio acumulado supera a la inversión acumulada) se encuentra en el entorno de los 10 años, suponiendo que, efectivamente, el precio de compra sea ajustado a mercado.
Lo cierto es que este país ha vivido una generación entera usando a papá Estado como paraguas bajo el cual todos los proyectos de la economía real, de una forma u otra, eran viables y podían llevarse a cabo. Ese modelo se vio seriamente amenazado en los años más duros de la crisis y ahora, sencillamente, está agotado. «El mayor error que pueden cometer los Millenials es aspirar a hacer las cosas como las generaciones anteriores» escuché decir a Albert Bosch hace algunas semanas. Debemos darnos cuenta de que vivimos una etapa histórica, ideal para construir un sistema económico más sostenible desde todos los puntos de vista.
Es cierto. Nuestros padres, tanto a nivel individual como a nivel agregado, abusaron de un sistema financiero que acabó adulterando el modelo de Estado de Bienestar. Pero eso no nos convierte en reos sin futuro, sino en potenciales protagonistas de una generación que podrá ser recordada en los libros de historia como la que dio la vuelta a la tortilla, y convirtió, por sí misma, las limitaciones en oportunidades.
Contamos con un activo muy importante, y prácticamente imposible de replicar por las generaciones precedentes, sea cual sea su grado de experiencia y especialización. Somos nativos digitales. Conocemos mejor que nadie el ecosistema de internet y las capacidades que ofrece. Y eso, que alguno ve como una amenaza (quién no ha escuchado que dentro de 20 ó 30 años todos los empleos serán sustituidos por máquinas?) debemos verlo como una gran oportunidad. Para ello, es clave comprender que el world wide web ha democratizado el conocimiento a nivel mundial. Cualquiera podemos saber de cualquier aspecto sin necesidad de estudios reglados. Solamente tenemos que ponernos delante del ordenador, ser constantes y curiosear por la red hasta especializarnos en cualquier tema que nos interese. En definitiva, debemos comprender que hoy en día cualquiera puede aportar trabajo. Pero no todos están capacitados para aportar valor. La legión de universitarios más que capacitados para incorporarse al mercado laboral aún no se ha percatado de este cambio de paradigma. Y es urgente que lo hagamos porque las barreras al libre movimiento de personas cada vez son menores, y si no lo hacemos nosotros lo hará gente igualmente preparada (o incluso menos) de otros países.
Además, debemos dejar de pensar en derechos adquiridos por el hecho de haber nacido y comenzar a ser conscientes de que nadie, salvo nosotros mismos, podrá asegurar dichos derechos con el transcurso del tiempo. Es hora de encontrar la madurez como país y saber que nada es gratis. Que todos los bienes y servicios que usamos a diario, sean públicos o privados, tienen un precio. Y ese precio se paga. Bien la generación presente, o bien las generaciones futuras. Y, como no queremos dejar a nuestros hijos una situación tan desoladora como la que heredamos, debemos ponernos en pie y hacer lo que mejor sabemos: trabajar por un futuro libre, en el que todos tengamos la capacidad para tomar nuestras propias decisiones y ser responsables de ellas, en un entorno de prosperidad y oportunidades. Thomas Piketty afirma en su célebre obra «El Capital en el siglo XXI»: «La producción por habitante, en un horizonte de 30-35 años (una generación), se incrementa en torno a un 35-50%. (…) Eso significa que hace treinta años no existían entre una cuarta y una tercera parte de los oficios actuales» ¿No es fantástico? No estamos solos! Otras generaciones ya han pasado por etapas como esta.
Levantémonos, y dejemos de intentar emular la vida de nuestros padres para construir la nuestra.